El teatro interno

El escenario estaba montado. Los cuerpos reptaban por el suelo. Opacos, húmedos, pegajosos, sudorosos. Sus pensamientos se pegoteaban en chasquidos. Chok chok chok. No había límite definido entre lo que veía, sentía, recordaba e inventaba. Todo era lo mismo, la misma mano, una y otra vez intentando abrir la puerta. Las caras en forma de o, con una luz en sus bocas, confundían y de pronto, erróneamente, volteaban a mirarla. Sus manos volvían a tapar sus canales auditivos, intentaban protegerla, que no se fuera hacia esa idea, se quedaba tildada en el monstruo que reflejaba el espejo. El escenario estaba montado sobre el océano turbulento del divague de su mente. ¿Cómo pudo acallarlo? Cuando logró tomar con el índice y pulgar el pellizco del telón, vió el escenario, vió al monstruo, vió la construcción del recuerdo y se encontró sentada en el público, sola, en el tercer asiento desde el pasillo izquierdo y la tercera fila. En esa única plaza vendida. La nieve comenzó a caer y el silencio llegó, el ruido desvanecido por la suavidad nival.

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