Mi reptil se fue

Arrojaste mi reptil al agua, lejos para que no pueda alcanzarlo. Bajé pisando charcos hasta la orilla, mis pies sintieron el fresco y acolchonado suelo. Entre mis dedos surgieron musgos, como esponjas, soltaban agua al apretarlos. En la orilla toqué al agua con mis manos; fresca, mas bien fría, helada. No me animé a entrar, el reptil ya había desaparecido. Te odié por hacerlo, pero también lo entendí. Necesitaba volver al agua, ahí debía estar, nadando como al nacer, pero yo lo amaba. Ese amor que no deja ir, que quiere tenerlo todo, siempre cerca. Es el amor que me enseñaron. El reptil ya no estaba y yo lo amaba, lloré. De forma rara lloré, lágrimas verdes, espesas, con sabor a brocoli. Las lamí, mi lengua recorrió el espeso verde y las introdujo nuevamente, desde mi boca. Agachada frente al lago, desde el rabillo del ojo vi cómo te ibas. Caminabas sin mirar atrás, con paso seguro, los hombros altos y la espalda erguida, te odié por eso. Tu seguridad al dejarme, al soltarlo y permitir nuestro alejamiento. Sentí un dolor agudo en el pecho, tan fuerte que casi caigo de boca al suelo. Grité! No me oíste, nadie lo hizo, ni mi reptil, que ya se había ido. Agotada me desplome en el suelo, mi rostro quedó semihundido, con una narina respiraba y con la otra absorvia el barro. El fluido marrón penetraba por los capilares al torrente sanguíneo y de allí alimentaba cada célula de mi cuerpo enmohecido. Mis ojos se volvieron costras y mi pelo algas, mis manos sudaban como manantiales y de mis pechos brotaban anfibios extintos. El reptil nunca volvió, vos nunca quisiste recordarme, ni buscarme, yo fui fango y lago, y amé, nada más que eso.

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