El Cuento de La Pava




Cada día recordaba poner la pava en el fuego. Tomaba el encendedor, frotaba el pulgar contra la piedra roscada, generalmente varias veces hasta que pasara de chispa a fuego y finalmente la hornalla encendiera. Colocaba el agua en la pava, las hojitas de cedrón y melisa y la dejaba sobre el fuego. Inmediatamente, casi al instante en que la dejaba, giraba y se dirigía a hacer alguna otra cosa, su mirada ya no volvía, ni a la hornalla, ni a la cocina, ni siquiera a la mesada contigua. Va y viene caminando, pone música, generalmente alguna de esas con las que despierta, y oye ese tema; una, dos o más veces, intensamente hasta ver qué tiene para decirle. Abre las puertas y deja entrar el calor y la luz del patio trasero, un aire cálido la sofoca y entrecierra los postigos. Se sienta frente a la mesa, toma las hojas y comienza a escribir, de pronto recuerda algo, más bien hay algo que quiere ser recordado pero no logra discernir qué. Se levanta, camina hacia la pieza y apaga la música, presta atención… Un sonido imperceptible, más bien sordo le llega de algún lugar, un vapor llega a su rostro y ahí, así de repente, recuerda -¡La Pava!- Corre los 4 pasos hacia la cocina. Allí está ella, en estado de ebullición silenciosa. Gira la perilla y apaga el fuego. –¡Otra vez!, Una pava más entregada a la eternidad…- Con un trapo toma la manija y vuelca lo que resta de líquido en el termo, agregándole agua fresca de la canilla. Agarra el mate, coloca la yerba hasta ¾ del envase, una cucharada de miel y algún yiuyito. Mira la Pava. Ahí está, sobre la cocina, su reflejo se vuelve en estado deforme, ella le recuerda cada día su volatilidad, su fragilidad, su posibilidad de ser olvidada constantemente y ser transformada en nada.

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